jueves, 17 de marzo de 2011

NOTAS DESDE JAPON

NOTAS DE FUKUSHIMA


Las patatas del señor Koga


16 marzo, 2011





Ryukokuji es un pequeño templo budista situado cerca de Karatsu, en Kyushu. Su traducción literal es “Templo del País del Dragón”, y en la entrada tiene tallado en hueco un dragón largo y sinuoso. Si uno se detiene a mirar desde el borde de la sala principal hacia el exterior, puede ver los campos de arroz que se extienden dentro de la silueta del dragón. Es especialmente bonito al atardecer.



Allí vive un monje risueño y de cejas largas.



El jardín trasero del templo está tapizado de un musgo verde y fresco que la mujer del monje cuida con mucho esmero. El jardín da a un bosque de bambú, que a su vez da a un monte de cedros y algún arce solitario. El olor a incienso y el canto de los pájaros invitan a la meditación.



Pero el monje está muy enfadado. Me lo cuenta H. por teléfono. Lo de Fukushima le parece un desastre anunciado. Piensa que es algo que tarde o temprano tenía que ocurrir.



Realmente, su enfado empezó hace años, cuando una empresa decidió montar su fábrica a apenas dos kilómetros del templo. Imaginó el deterioro del paisaje, la contaminación de los ríos y del aire. Inició una campaña para detener el proyecto. Finalmente, consiguió las suficientes firmas como para lograr su objetivo. La fábrica se buscó otro destino.



Poco después, inició una campaña similar para pedir el cierre de la planta nuclear de Genkai, situada en el mismo municipio de Karatsu. Pero nunca obtuvo el apoyo suficiente. Hasta ahora. La gente empieza a estar inquieta y teme más que nunca la capacidad destructiva de la energía nuclear.



Me pregunto qué estará pensando el señor Koga. Es un hombre afable y pequeño que cultiva hortalizas en su casa de la montaña. Sus cultivos son sin pesticidas, totalmente naturales. De lunes a viernes trabaja en la central nuclear de Genkai, y allí también tiene una huerta. “Me dijeron que por qué no plantaba hortalizas allí y las vendía, para que la gente viera que no pasa nada, que la central nuclear no es peligrosa”, me dijo hace tiempo, en el verano de 2008.



Ayer, el monje de Ryukokuji envió un correo electrónico masivo pidiendo a los ciudadanos que se movilicen para lograr el cierre completo de todas las centrales nucleares del país. “Y de paso”, dijo, “deberían advertir desde el principio a los trabajadores de las centrales de que existe un grave riesgo para la vida”.



Se refiere a los soldados japoneses que durante las últimas operaciones en las centrales de Fukushima fueron expuestos a altos niveles de radiación sin saberlo.



“Nos dijeron que era seguro y nos lo creímos. Entonces tuvo lugar el accidente. Esto ya no es una cuestión que pueda quedar en manos sólo de las Fuerzas de Autodefensa y la compañía eléctrica”, dijo una fuente militar citada en el Yomiuri Shinbun el día 15 a las 14.47. “Era más bien una operación con riesgo de muerte. Nos parecía peligroso, pero nos dijeron que era seguro y no nos quedó mas remedio que creerlo.






“En Tokio todavía hay comida, pero empieza a cundir un poco el pánico y hay gente que se lleva grandes cantidades de papel higiénico y alimentos. Hay poca gasolina y en las gasolineras hay unas colas larguísimas que parecen serpientes. A mí me parece que no es el momento de andar comprando en Tokio; quienes lo necesitan de verdad son los de Tohoku.



En Kanto [la región que incluye a Tokio] hemos empezado con los cortes de luz. Setagaya [un barrio de Tokio] no está incluido en el plan de apagones, así que lo hacemos por iniciativa propia. Los trenes también son escasos y la mitad de las tiendas está cerrada. Es bastante deprimente.



Pero lo que más pánico me da ahora es el problema nuclear. Los cuatro reactores de Fukushima están dañados y por lo visto están emitiendo elementos radiactivos. Si empieza la fusión puede ser catastrófico.

Los terremotos y los tsunamis, por aterradores que sean, no duran años. La radiactividad puede durar décadas. Es espantoso.



Y ha sido un accidente sólo en parte.



Si somos un país con alto riesgo sísmico y decidimos tener energía nuclear, nuestras centrales deberían estar mucho mejor preparadas. Tendrían que haber sido diseñadas para resistir terremotos del doble de magnitud que el mayor de los terremotos registrados hasta ahora.



Si la tecnología japonesa va a ser la que arruine el futuro de la Tierra, ya no sé qué lección hemos aprendido de la bomba atómica que nos lanzaron.



Ayer hubo en Shizuoka un terremoto de magnitud 6 y en Tokio se sintió bastante. Me volví a llevar un buen susto.



La tele está llena de noticias tristes, muchos reportajes de víctimas. Hay información útil, pero es todo tan doloroso que me pongo mala. Intento no ver la tele demasiado. Sería entrar en pánico innecesariamente.



M. sigue yendo a trabajar. Está de cierre y está llegando muy tarde a casa. “¿Quién está pensando ahora en comprar un coche?”, me dice, y me da pena.



Ayer estuvimos en casa de los padres de M., en Saitama. Viven en un edificio con mucha gente mayor que tiene que subir las escaleras cuando el ascensor deja de funcionar. A la vuelta no había trenes por el apagón y tuvimos que hacer medio camino en taxi”.



Correo recibido de Tokio el 16 de marzo a las 3.24 de la mañana (hora de Nueva York).



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16 marzo, 2011





Cuando veo las imágenes de los pueblos de Tohoku desaparecidos bajo el tsunami, con los amasijos de restos de casas amontonados en mitad del barro, pienso en la explanada de Tokio o de Hiroshima después de la guerra. Supongo que es inevitable que una generación de japoneses sienta que, después de todo lo andado, el futuro era una nueva posguerra.



No hay derrota, que resultó tan dolorosa, ni la humillación de entonces ni de los años siguientes. Pero la comparación que hizo el primer ministro Kan con la situación tras el fin de la Segunda Guerra Mundial para referirse a la crisis actual tiene un carácter mucho más sentimental que histórico. No se trata de que coincidan los hechos, sino los sentimientos.



Surgen de nuevo las tristezas, la paradoja del progreso cuando una parte del país está destruido. La derrota es frente a la naturaleza, que en cierta medida es también la derrota de la ciencia, que Japón abrazó con convencimiento. Tokio teme los vientos como entonces los sonidos de las sirenas.



Hiroshima: Kaneto Shindo nació en 1912 en esta ciudad frente al Mar Interior (cuyo pescado goza de merecido prestigio en Japón). Shindo es sobre todo conocido y elogiado por ‘La isla desnuda’, un precioso poema cinematográfico de 1960 que transcurre en silencio, al ritmo de una pequeña barca de madera. ‘Los niños de Hiroshima’ (título original ‘Gembaku no ko’) la hizo ocho años antes, cuando el cine japonés comenzaba a ser reconocido fuera del país.



Akira Kurosawa recibió el León de Oro de Venecia por ‘Rashomon’ en 1951. Teinosuke Kinugasa obtuvo el principal premio de Cannes por ‘Jigokumon’ en 1954.



La película de Shindo sobre Hiroshima es de 1952. Es la historia de una profesora que vuelve a la ciudad seis años después del fin de la guerra, mezclada con imágenes documentales de la ciudad desolada por los efectos de la bomba atómica. Los niños juegan en el río Ota cubiertos por un ‘fundoshi’ en el caluroso verano japonés y las imágenes parecen de un remoto pueblo del sudeste asiático.



La profesora se encariña con Taro, un niño que vive en los alrededores y que acude a su escuela. Taro era el futuro de Japón.



En una ocasión paseábamos con el periodista japonés Idaka San por su barrio de Tokio, Sumida, y nos contaba sus recuerdos de la posguerra. Hablaba, como siempre, con la cabeza cubierta por una boina. Las bicicletas cruzaban el puente de las despedidas, Azumabashi, sobre el río Sumida. Sólo Idaka San recordaba que el puente se había llamado así. Quién se iba a acordar entonces de la posguerra.



Unas chanclas para el terremoto

15 marzo, 2011





De pequeña viví en una de las zonas más sísmicas de todo Japón. La ciudad de Shizuoka se sitúa sobre la falla de Tokai y muy cerca del monte Fuji. El epicentro de los violentos terremotos de Tokai suelen localizarse en la Bahía de Suruga, próxima a la ciudad.



Era obligatorio llevar al colegio un cojín de unas características concretas que normalmente utilizábamos para sentarnos. En los días de simulacro, saltaba la sirena y todos los niños nos colocábamos el cojín en la cabeza y nos escondíamos debajo de los pupitres. No había cascos; sólo un cojín tejido por nuestras madres.



Los terremotos eran frecuentes y a veces intensos. Recuerdo particularmente uno que me sorprendió en clase de caligrafía, en la cima de un monte. Cuando el suelo empezó a temblar y luego a oscilar, me dio tiempo a mirar por la ventana antes de refugiarme bajo una mesa. Los arbustos de té y los mandarinos temblaban conmigo, como riéndose.



Recuerdo también los bloques de hormigón que arruinaban el paisaje de la playa. Estaban ahí puestos para los tsunamis, me decían, pero era imposible verlos con buenos ojos. Y me preguntaba cómo podrían aquellos bloques detener una ola que me imaginaba como una gran zarpa capaz de alcanzar, como lo hizo en el siglo XV, al Gran Buda de Kamakura. Por entonces no sabía que el tsunami no era una zarpa, sino una lengua que devoraba, lentamente, pueblos enteros.



Mucho más tarde, ya en Tokio, un colega me preguntó si me había planteado alguna vez cómo escapar del edificio en el que trabajábamos en caso de terremoto. Era un edificio alto y viejo, sin sistema antisísmico. Me dijo que el edificio contaba con un número de cascos, linternas y cuerdas, pero que probablemente no había suficiente para todos.



El mismo colega me dijo que en su casa tenía, al borde de la cama, una bolsa con unas chanclas, un casco, una linterna y una botella de agua. “Siempre está ahí, por si acaso”, me dijo.

- ¿Por qué las chanclas?-, le pregunté.

- Para no cortarme con los cristales-, me respondió.



@tanaoshima Foto: el Gran Buda de Kamakura.

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